martes, febrero 08, 2005

Septimāna: Martis (dies)

Todos los martes tienen la gracia de soltar los vapores del hierro. Buscan, con el rocío matutino, hervir la sangre del guerrero con pólvora y azafrán. Al salir el sol tras la manta volcánica, los rayos –como saetas de oro– hieren los corazones de los hombres con el deseo –inquietante– de pelear y derrotar a aquello que parece imposible. Todos despertamos en cualquier martes con el tibio bisbiseo de guerra.

Detalle bélico: El 58% de las personas que son asesinadas conocían al agresor de antemano.

Más belicosidades: Cuando el león mata a otro animal –además de comérselo hasta el hartazgo– lo primero que busca degustar es el estómago –platillo preferido entre el mundo leonino–. Y, por si fuera poco, una vez que el Reydelaselva tiene la barriga llena, los últimos en probar la deliciosa presa son la hembra y los cachorros.

Una curiosidad: El martes pasado, durante el transcurso de la calurosa mañana, Ernesto Selvarey de León paseaba con su mejor amigo –y compañero (burócrata) de oficina– Yoryo Pérez por uno de los parques más bellos de la colonia condesa –El España–. Mientras caminaban y platicaban de trivialidades –la telenovela del momento, las actrices simuladoras de lolitas– y sueños guajiros –jugar pa´ la selección mexicana de futbol, sacarse el melate, la lotería, ser uno de los integrantes de los Temerarios o los Bukis, ser miembro activo de la fundación HundimosMéxico–, Ernie, como buscando alcanzar los sueños, dio un suspiro profundo y largo –aunque en realidad lo que intentaba era inhalar todo el oxígeno posible para disfrutar plenamente el paseo, ¿será dable en esta ciudad encontrar aire sano para nuestro cuerpo?–. Los pulmones, además de recibir su narcótica dosis de esmog, percibieron en el ambiente una extraña carga de hierro y pólvora. Un grito de guerra sacudió las venas de Ernesto. Inmediatamente, el Sr. Selvarey de León comenzó a atacar verbalmente a su único y verdadero amigo Yor Pérez, esto –quiero suponer– como consecuencia de la bocanada de pejesmog que inhaló. La agresión nace de un impulso. Con una enjundia desmedida, Ernie se dio el lujo artero y letal de recordarle a Yoryo lo naco que suena su nombre, lo infeliz, lo desgraciado y lo estúpida que era su vida conyugal –la esposa le permitía tocarla sólo una vez cada dos meses, si le iba bien, porque si no eran de cinco a seis meses de castración–, lo idiota que eran sus hijos en la escuela –ninguno de los dos (ni Píter ni Luis Miguel) habían podido sacar al menos un simple y sencillito siete en Deportes–, lo jodida y mediocre existencia laboral que llevaba –no había ascendido de puesto en 25 años de trabajo duro y constante–. En fin, escupió “n” cantidad de verborrea joditiva y chingativa hasta reducirlo a un simple pedazo de mierda, a un mojón frío y olvidado en un llano. Yor Pérez no se quiso quedar de brazos cruzados y respondió la agresión, por cierto, insuficiente para los dardos lingüísticos del buen Ernie. Cansado de no tener un rival verbal, Ernie levantó el puño izquierdo y lo estrelló en el ojo derecho de Pérez. Yor regresó la acometida con un par de puñetazos muy afeminados al estómago. ¿Qué pedo con Yoryo Pérez? Habilidad lingüística nula; fuerza física por debajo del cero. ¡Ni cómo ayudarle! Un tipo con tan poca voluntad y deseo en la vida es mejor ayudarlo a bien morir, pensó Ernesto. Selvarey de León sacó una navaja de bolsillo –una Macgyver´s classic– y comenzó a enterrarla una, dos, tres, seis, siete, diez veces en el blando y fofo abdomen de Yoryo. Gritos coagulados. Ahora asfixiados. Luego sigilosos. De angustia e incredulidad. Dolor. Dolor. Llanto. Un suspiro. Muerte. Misión cumplida. El licenciado Ernesto Selvarey de León había hecho la obra del día. No perpetró un crimen, no. Despojó de la tierra a un hombre que no reconocía la diferencia entre un lunes (de luna) y un martes (de guerra), a un ser sin ganas, a un sin sueños, a alguien sin… Su conciencia estaba tranquila. La selva del concreto podía descansar tranquila de este martes de hostilidades.

Por cierto: La lid le provocó tanto esfuerzo a Don Ernesto que hasta hambre le dio. No dudó, entonces, ni un instante en ir a refinarse un buen caldo de pancita, por supuesto, antes llamó a su esposa e hijos para invitarlos a comer hasta el hartazgo. La hermosa familia Selvarey De León tuvo, aquella tarde de martes, la barriga llena y el corazón, por ende, contento.

1 comentario:

Anónimo dijo...

Híjoles Gil, como leoncillo tu post me llegó hondo. Mira que casi nunca reflexiono en la posibilidad de compartir peculiaridades con distinguidos especímenes del reino animal. La carne, esa delicia, justo ahora quisiera una buena arrachera, o un riñón de bebé. En fin, seguimos tu pista.

Corazón de "lión"